—Es mi pato —insiste el citadino.
Como ninguno de los dos cede, el granjero sugiere resolver las cosas a la antigua usanza:
—Con una patada pueblerina.
—¿Una qué?
—Yo lo pateo tan fuerte como pueda en la entrepierna, y luego usted hace lo mismo conmigo. El que grite menos tiene derecho a quedarse con el ave.
El granjero toma velocidad y suelta un golpe demoledor en las partes blandas del hombre, quien aúlla de dolor y cae al suelo. Cuando logra levantarse, dice jadeando:
—Bien, ahora es mi turno.
—Olvídelo —dice el granjero—. Se puede usted quedar con el pato.
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